Versión española de un artículo de Vittorio Messori: el amor de un católico al papa está más allá de la sintonía personal
Por cuanto me ocupo, en libros y periódicos, de cosas católicas desde la
época de Pablo VI, ocurre que no pocas personas –quizás desconcertadas o
confundidas- insisten en pedirme opiniones sobre los primeros meses del
nuevo pontificado. Suelo salir del paso diciendo algo que parafrasea la
respuesta dada a los periodistas en el avión de regreso de Brasil,
precisamente por el Papa Bergoglio: “¿Quién soy yo para juzgar?”. Si
estamos obligados a no juzgar a los demás – palabras del Evangelio –
tanto menos juzgaremos a un pontífice elegido, según los creyentes, por
el Espíritu Santo.
Ciertamente, hubo siglos en los cuales al parecer los hombres llegaron a
sustituir al Paráclito: cónclaves simoníacos o dirigidos por las
grandes potencias de la época, con candidaturas y vetos impuestos por la
política. Y sin embargo quienes conocen realmente la historia de la
Iglesia – condición que no es propia de quienes son demasiado
superficiales –, quienes saben percibir la dinámica de “larga duración” a
lo largo de veinte siglos, terminan sorprendiéndose al descubrir que
San Pablo parece realmente tener razón cuando afirma que omnia cooperantur in bonum,
todo coopera con el bien, también el bien de la Iglesia, que en materia
de fe no está guiada únicamente por Cristo, sino también ciertamente
por el “cuerpo místico“.
En todo caso, estando en nuestra época, no se trata de confiar a pesar
de todo en una Providencia que a veces puede parecernos incomprensible.
No es así, ya que para todos es evidente la calidad humana de aquellos
que en las últimas décadas han tenido el rol de pontífices romanos. Si
nos centramos únicamente en la sucesión de esta postguerra, tenemos las
figuras de Pacelli, Roncalli, Montini, Luciani, Wojtyla, Ratzinger y
ahora Bergoglio. ¿Quién, por alejado o contrario a la Iglesia que sea,
podrá negar que se trata de personalidades de insólito relieve, unidas
por la misma fe y por el mismo compromiso en su función, pero con
grandes diferencias de carácter, distintas historias y culturas,
distintos estilos pastorales? Y es éste precisamente el punto que para
muchos, incluso católicos, parece no estar claro: independientemente
de quién sea el hombre que ha llegado al papado y cuáles sean nuestras
consonancias o disonancias humorales en relación con el mismo, siempre
será el sucesor de Pedro, responsable y guardián de la ortodoxia, por lo
tanto un hombre de Dios que no sólo se debe aceptar, sino también hay
que rezar por él y obedecerlo con respeto y amor filial.
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