lunes, 1 de noviembre de 2010

De cenizas y difuntos II: es injusto

El pasado miércoles, mientras caminaba por los alrededores de Jaca (Huesca-España) entre en el antiguo cementerio de la ciudad, la paz que allí se respiraba era como un "Bálsamo de Fierabrás"[1]  para el alma. Me fui fijando en las inscripciones de las tumbas y quede sorprendido como  tumbas de principios del xx estaban perfectamente limpias y con flores, algunas correspondían a bebes que fallecieron con apenas unos meses hace cien años. Luego pasé a la zona que corresponde al cementerio militar, todas las tumbas habían sido limpiadas escrupulosamente, repintadas las cruces, algunas se identificaban con un numero que correspondería al registro de dicha tumba , otras de los años de la Guerra Civil, tenían una fotografía sobre la cruz y la edad del fallecido 19 años, 23, años… veía aquellos rostros y me imaginaba una vida que fue segada en la flor de la juventud, pero ahí estaba este pequeño monumento a personas sencillas o de alta cuna – que más da, la muerte a todos iguala- yo no los conocía pero aquellos personajes habían dejado de ser anónimos para mí, merecían mi respeto y consideración porque cada cruz y cada lápida era el monumento que merecían por haber nacido , sin ninguna otra condición. Hermanos, hijos, nietos, biznietos, sobrinos nietos y sus descendientes podían encontrar en cada uno de esos pequeños o grandes monumentos a parte de su historia. Me vino entonces a la memoria la costumbre que ahora se está arraigando en la sociedad de incinerar los restos mortales y arrojarlos en  los ríos, montes en el mejor de los casos porque en otros –y me consta que es cierto-  las cenizas se encuentran en un lugar recóndito del trastero , a veces las devuelve el mar y,ya me perdonareis, pero a eso no hay derecho. Desde que nacemos, dejamos a pertenecernos a nosotros mismos o al estricto ámbito de la familia. Todos influimos en el resto de la sociedad, la sonrisa del recién nacido alienta a quien lo ve aunque sea la primera y última vez que lo vea, la amabilidad del tendero, aquel maestro que nos enseñó las primeras letras, todos absolutamente todos merecen tener su particular monumento, unos triunfaron, otros fracasaron, a otros los ahogó la soledad y el olvido en una residencia de extramuros, pero todos han sido héroes y villanos en una sociedad que no tiene derecho a condenarlos al ostracismo. Todos los años, deberíamos pasar por los cementerios de nuestras ciudades y al ver una tumba o un nicho descuidado, deberíamos de limpiarlo, ponerle flores y decir gracias desconocido amig@, tú has sido un héroe y no te mereces el olvido. Otra cosa muy distinta es cuando los restos de ese héroe de la vida cotidiana, se confunden con el éter, abonan nuestros campos como si de nitrato de Chile se tratase. No a ellos, sino para quienes los esparcieron y les negaron ese monumento a su existencia cotidiana, mi comprensión pero nunca mi aprobación


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[1] El bálsamo  de Fierabrás es una poción mágica capaz de curar todas las dolencias del cuerpo humano que forma parte de las leyendas del ciclo carolingio. Según la leyenda épica, cuando el rey Balán y su hijo Fierabrás conquistaron Roma, robaron en dos barriles los restos del bálsamo con que fue embalsamado el cuerpo de Jesucristo, que tenía el poder de curar las heridas a quien lo bebía.
En el capítulo X del primer volumen de Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, después de una de sus numerosas palizas, Don Quijote menciona a Sancho Panza que él conoce la receta del bálsamo.

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