Un obispo recientemente
nombrado en los mares del Sur, quería visitar cada rincón de su vasta diócesis.
Hacia el final de la gira, divisó una pequeña isla.
-¿Está
habitada? –preguntó.
-Sí, pero
solamente por tres viejos pescadores –le respondieron-. No vale la pena que su
Excelencia pierda su tiempo visitándolos. Viven aislados de todos, como
primitivos, casi como salvajes. Algunos dicen que están chiflados.
-De todas
formas, querría visitarlos –insistió el Obispo.
Cambiaron
así la ruta y se dirigieron a la isla. El obispo quiso desembarcar solo y fue
recibido con toda amabilidad por los tres extraños ancianos, que le brindaron a
su excelencia sus mejores frutos y toda su gentileza.
-Hijos míos –les preguntó
el obispo- ¿pueden decirme cómo pasan el tiempo en esta isla?
-Yo estoy
muy ocupado –dijo el primero-. Desde muy temprano voy a pescar para que mis
hermanos tengan qué comer. Además, las redes están ya muy viejas y gasto mucho
tiempo remendándolas.
-También
yo me la paso muy ocupado –dijo el segundo-. Desde temprano me voy a cazar a la
montaña. Con la piel de los animales salvajes hago zapatos y vestidos para
cubrirnos el cuerpo. Las plumas las usamos para colchones y almohadas. Si cazo
un animal comestible, nos comemos su carne...
-En
cuanto a mí –dijo el tercero-, yo construí esta humilde cabaña y la mantengo
arreglada y limpia, y procuro que, cuando regresan mis dos hermanos, tengan la
comida lista –procuro prepararle a cada uno lo que más le gusta-, y el agua
para lavarse y refrescarse. En estas tareas, el tiempo se me pasa en un
instante.
El obispo
asentía con su cabeza y, cuando hubieron terminado, les preguntó:
-Pero,
¿cuándo rezan?
Los tres
ancianos se miraron con perplejidad. “¿Rezar? ¿Qué cosa es esa? Nosotros somos
ignorantes, no entendemos ¿Cómo se hace para rezar?”
Entonces
el obispo, con una gran paciencia, les estuvo explicando lo que era la oración.
“Hay que
rezar para que Dios nos ayude. Dios es el padre de todos nosotros, y le tenemos
que pedir la fuerza para vivir todos los días como hermanos. Debemos rezar para
no ser egoístas, para no caer en la tentación, para que sepamos ayudarnos y
perdonarnos”.
Los tres
ancianos le asentían en silencio, apesadumbrados y perplejos.
-Les
dejaría estos libros de oraciones, pero probablemente no saben leer.
-No, no
sabemos –dijeron los ancianos un tanto entristecidos.
El obispo
intentó en vano enseñarles la memorización de algunas oraciones sencillas. Por
mucho que se esforzaban, los ancianos no podían retenerlas.
Sintiéndose
fracasado, el obispo no tuvo más remedio que despedirse de ellos. Los ancianos
se quedaron tristes.
En la
placidez de su alcoba, el obispo daba vueltas en su cama sin poder dormir. Por
fin, escuchó una voz vigorosa que le decía:
-¿Por qué
te metiste con mis hijos predilectos? ¿Cómo te atreviste a enseñarles a orar si
ellos se la pasan rezando todo el día? Levántate y vuelve de inmediato a la
isla.
Devuélveles la alegría
diciéndoles que su oración me agrada mucho.
(Versión libre
de una historia de Bernard Bro)
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