“Que tu amor haga recaer sobre ti la misericordia del Señor,
que te permita ver que dentro de tu alma hay un santo durmiente. Le pediré que
te haga tan abierta y ágil que serás capaz de entender y hacer lo que él quiere
que hagas. Tu vida no es nada; ni siquiera es tuya. Cada vez que dices que
quieres hacer una cosa u otra, ofendes a Cristo, le privas de lo que es suyo.
Tienes que condenar a muerte todo aquello dentro de ti excepto tu deseo de amar
a Dios. No es algo difícil de hacer, en absoluto. Basta con tener confianza y
agradecer al niño Jesús por todas las potencialidades que depositó dentro de
ti. Estás llamada a la santidad, al igual que yo, al igual que todos, no lo
olvides”. —Jacques Fesch (en una carta a su madre).
El 1 de octubre de 1950, un hombre de 27 años fue ejecutado
en París por asesinar a un agente de policía durante un robo malogrado. Jacques
Fesch, el asesino, fue víctima de abandono por parte de sus padres y del
aislamiento y aburrimiento que pueden acompañar a una vida de privilegios.
Era un vividor. Llevaba una vida agitada, daba tumbos de
relación en relación, de trabajo en trabajo, hasta que terminó en un matrimonio
desgraciado siendo el padre de una hija no deseada.
Sin embargo, igual que el “hijo pródigo”, Jacques también
llegó a conocer la dicha y la paz de aquellos que reciben el perdón y un amor
inmerecido e incondicional.
Los tres años que Jacques pasó en régimen de aislamiento, a
la espera de su ejecución, fueron un tiempo de conversión y transformación.
Aprendió la importancia de amar a su hija y a su madre.
Encontró en el capellán de la prisión a un amigo y un apoyo.
Su fría indiferencia en relación a su destino y al mundo que
le rodeaba —además de sus sentimientos de hostilidad hacia Dios— dejó paso a un
profundo sentimiento de tristeza por su crimen y a una serenidad enraizada en
la oración y la fe.
Un místico inusitado, los diarios personales de su encarcelamiento revelan a un
hombre cuya vida quedó transformada por la reconciliación con Dios y el amor
sanador. Hoy, se está barajando la candidatura de Jacques Fesch a la
canonización.
La parábola del hijo pródigo nos recuerda que cualquiera de
nosotros puede alejarse del amor de Dios, en una búsqueda inquieta de nuestro
propio camino. No quiere decir que seamos malas personas o pecadores. Es
únicamente una cuestión de elección.
En su libro El regreso del hijo pródigo, Henri Nouwen
discurría: “Dejar el hogar significa ignorar la verdad de que Dios me ha
moldeado en secreto, me ha formado en las profundidades de la tierra y me ha
tejido en el seno de mi madre (Salmo 139,13-15). Dejar el hogar significa vivir
como si no tuviera casa y tuviera que ir de un lado a otro tratando de
encontrar una”.
E incluso en nuestro intento de “dejar el hogar”, partiendo
para reafirmar nuestra independencia, Dios permanece a nuestro lado.
La lección que aprendió Jacques Fesch durante sus años de
encarcelamiento es la misma que aprendió el hijo menor de la parábola:
aprendemos a conocernos a nosotros mismos a través de la pérdida, y es entonces
cuando podemos liberarnos para conseguir ver quiénes somos y de qué estamos
hechos en realidad.
Este don del autoconocimiento es, por encima de todo, una
lección de humildad: una visión simple y expedita de nosotros mismos ante Dios.
La humildad nos da la fuerza para abandonar la ilusión de
nuestra autosuficiencia y nuestro amor propio, para poder así regresar al hogar
del Padre en caso de habernos alejado.
La lección que aprendimos es que Dios es eternamente
paciente y está siempre dispuesto a darnos la bienvenida al hogar, sin importar
lo que hayamos podido hacer o cuán lejos nos hayamos extraviado.
"Tienes que condenar a muerte todo aquello dentro de
ti excepto tu deseo de amar a Dios", escribió antes de su ejecución
No hay comentarios:
Publicar un comentario
no te marches sin opinar