La llamada
enfermedad de las vacas locas, la gripe aviar y la gripe porcina han generado
un grado de histeria colectiva y de gasto económico en vasta desproporción a su
peligro real. Vemos la misma patología de miedo, junto a su hermano gemelo, una
obsesiva aversión al riesgo, en todos los terrenos de la vida contemporánea. El
terrorismo global, los teléfonos móviles, los fumadores pasivos, el alcohol,
los pedófilos, el cambio climático, el islam, la comida transgénica, la
contaminación ambiental, la velocidad en las carreteras, representan algunos de
la infinidad de pretextos que nos buscamos para poder disfrutar del perverso
placer que despierta el vivir nuestra breve estancia en la Tierra en un estado
de casi permanente ansiedad. A esto se suma la creencia implícita de que si uno
arma las defensas de manera eficaz, si existe un buen plan, los peligros se
pueden evitar.
Esta
tendencia a la paranoia y a creer en la fantasía de que podemos controlar
nuestros destinos suelen tener su origen en Estados Unidos o en los países del
norte de Europa, pero, como motivados por un antiguo e insuperable trauma, por
una triste necesidad, quizá, de sentirse plenamente "modernos" y
"europeos", los gobernantes españoles se suman a ella con entusiasmo.
José María Aznar, paradigma del españolito acomplejado frente a los gigantes
anglosajones, se comió lo de las vacas locas, y con patatas. El susto se
originó en el Reino Unido. "Millones van a morir", chillaban los
titulares, con lo cual exterminaron, por las dudas, a cinco millones de reses.
El entonces presidente del Gobierno español dijo que, con la excepción de la
locura del País Vasco, ésta era la crisis más grave que amenazaba a España. Sus
palabras resultaron ser proféticas: el consumo español de carne bajó al 30% y
los ganaderos vivieron una pesadilla. En el Reino Unido murieron más ganaderos
a causa del suicidio que de la tan temida enfermedad cerebral.
Hoy, el
Gobierno quiere replicar en España el ilimitado terror al tabaco que consume a
los británicos, alemanes, escandinavos, estadounidenses. No satisfechos con
haber (muy responsablemente) advertido a la ciudadanía sobre los peligros que
representan los cigarrillos para la salud, ahora van a prohibir fumar en todos
los bares y restaurantes del país. El posible suicidio, o al menos la muerte
económica, de una buena parte de los dueños de los bares y restaurantes no es
un factor que se tome en cuenta.
Los
generadores del miedo suelen tener buenas intenciones. Como en el caso del
tabaco. O el de las frutas y los vegetales transgénicos, cuyo impacto sobre la
salud, dicen algunos sin saber a ciencia cierta si es verdad, va a ser
desastroso. O el de los teléfonos móviles y el supuesto riesgo que su repetido
uso puede tener en la incidencia de cáncer cerebral. O el miedo a que si los
musulmanes siguen emigrando a Europa, los habitantes del continente se
despierten un día de aquí a 30 años y descubran que están viviendo bajo la
sharia. O (una tesis más arraigada) la de los peligros del cambio climático.
John Adams, profesor
emérito de University College London, ha dedicado su vida a estudiar el
fenómeno del riesgo y a asesorar a Gobiernos y empresas sobre el tema. Adams
distingue entre riesgos concretos, visibles, palpables -"¿cruzó la calle
antes de que llegue ese autobús?"- y lo que él llama "riesgos
virtuales". Un riesgo virtual no es medible o visible, según la definición
de Adams: "Los científicos no están de acuerdo. No existen pruebas
demostrables". En una reunión que Adams tuvo recientemente con un grupo de
psiquiatras, uno de ellos postuló que se definiese una nueva enfermedad con el
nombre de "Compulsive Risk Assessment Psychosis" (psicosis de
evaluación de riesgo compulsivo), cuyas siglas en inglés serían CRAP, que
significa "mierda". "La verdad es que esta enfermedad abunda y
crece cada día", dice Adams, que sostiene: "Existe el peligro de caer
en una actitud absolutamente desproporcionada en cuanto a los riesgos que
conlleva una vida normal".
Para Adams,
el tema del cambio climático, que penetra la vida normal de la gente más y más,
cae dentro de la definición de riesgo virtual, ya que no existe consenso
científico sobre la cuestión crucial del papel del hombre en el calentamiento
planetario. Con lo cual, dice Adams, "para los que no son científicos nucleares
o epidemiólogos o expertos sobre el medio ambiente, acaba siendo una cuestión
no de verdad objetiva, sino de lo que uno cree". Por eso, el debate sobre
el tema adquiere tonalidades más políticas, o religiosas, que científicas.
Tal es la
desesperación por persuadir y la dificultad en explicar, que aquellos que se
han convencido del papel del hombre en el cambio climático recurren al
alarmismo; se ven obligados a utilizar adjetivos como "catastrófico",
"irreversible" y "caótico" al advertir sobre la hecatombe
que nos espera. Como se ha visto en las últimas semanas, los científicos
responsables del informe oficial de Naciones Unidas sobre el tema no pudieron
resistir la tentación de inflar los datos a favor de su tesis. El propio Al
Gore, en su celebre documental titulado Una verdad incómoda, cayó en varios
errores, en todos los casos destinados a incrementar la alarma general. Uno de
ellos fue que el deshielo en la zona de Groenlandia haría subir el nivel del
mar en seis metros "en un futuro cercano", cuando el consenso
científico es que esto no podría ocurrir hasta pasados más de mil años.
Lo notable de
la época en la que vivimos, independientemente de si el riesgo es virtual o
real, de si Al Gore tiene razón o no, es la predisposición de la gente a
creerse lo peor. Al Qaeda ha sabido sacarle provecho. Un confuso hijo de papá
nigeriano hace un patético intento de hacer estallar un avión con una bomba en
los calzoncillos y, de repente, se contempla la posibilidad de instalar máquinas
en los aeropuertos que permitirán a los agentes de seguridad someter a
escrutinio nuestras zonas erógenas. Toda una victoria para Al Qaeda, una banda
de fanáticos que está en declive pero que logra un impacto sobre la mente
colectiva occidental admirablemente desproporcionada si se considera la
capacidad real que tiene para matar a infieles. Osama Bin Laden, que será un
loco pero no es tonto, dijo en una entrevista en 2001 que los medios
"implantan el miedo y la desazón en los pueblos de Europa y Estados Unidos".
Bin Laden agradece, por supuesto, que esto sea así. Si existiera más cordura y
sensatez en Europa y Estados Unidos la propaganda del terror de Al Qaeda no
sólo pasaría bastante más inadvertida, sino que la guerra de Irak seguramente
se podría haber evitado.
Publicado en
el País el 22/03/10